COLECCIÓN LITERARIA

El amor que asalta, Miguel de Unamuno


Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible. Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: ¿Para qué todo esto?

Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la yerba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.

Sentóse distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.

Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona le cuchicheó casi al oído:

-¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?
-¡Oh, nada, nada; no es nada..., gracias...!
-A ver... -añadió él, y con la mano temblorosa le cogió del puño para tomarle el pulso.

Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.

-Está usted febril... -susurró él balbuciente y con voz apenas perceptible.
-¡La fiebre es... tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir de otro mundo, de más allá de la muerte.

Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.

-Es una imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.
-Sí, me quedaré -contestó ella.
-Nos quedaremos -añadió él.
-Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! -agregó la mujer.

Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, meciendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del Amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar el tedio de la vida.

Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.

-¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! -le decía él.
-¿Y para qué, Anastasio? -respondía ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.
-¿Y el tiempo perdido?
-¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?
-Yo había desesperado ya de encontrarte...
-No, pues si hubieses desesperado de ello te habrías quitado la vida.
-Es verdad.
-Y yo habría hecho lo mismo.
-Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...
-¡No hables del porvenir, Anastasio, bástemonos el presente!

Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.

-No pensemos en el porvenir -reanudó ella- ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado al Amor y basta. Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
-Qué mienten, Eleuteria, que mienten; pero muy de otro modo que lo creía yo antes. Mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...
-Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el Amor no se canta.

Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos. Y luego empezaron a temblar.

-¿Tiemblas, Anastasio?
-¿Y también tú, Eleuteria?
-Sí, temblamos los dos.
-¿De qué?
-De felicidad.
-Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.
-Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosostros.

Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos, y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.

-¿Pero los dos? -exclamó el fondista.
-¡Los dos! -contestó el médico.
-¡Entonces es contagioso...! -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.

No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio, y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido yerba y sobre la yerba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre su tumba llora.


El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: "¡Estas lunas de miel...! No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí".

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