Ni jamás
mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho
más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo
que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión
escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa
estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros,
llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un
tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en
todo él palpitaba un destino terrible. Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo
de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la
naturaleza, y diciéndose: ¿Para qué todo esto?
Era una
tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de
los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la yerba
del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y
deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban
desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los
viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.
Sentóse
distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y
recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los
de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca,
grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al
verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba
a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.
Ella apoyó
la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin
ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se
esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó y con voz seca, sedienta, ahogada
y temblona le cuchicheó casi al oído:
-¿Qué le
pasa? ¿Se pone mala?
-¡Oh, nada,
nada; no es nada..., gracias...!
-A ver...
-añadió él, y con la mano temblorosa le cogió del puño para tomarle el pulso.
Fue entonces
una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los
calores; las mejillas se les encendieron.
-Está usted
febril... -susurró él balbuciente y con voz apenas perceptible.
-¡La fiebre
es... tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir de otro mundo, de más
allá de la muerte.
Anastasio
tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le
tocaba a rebato.
-Es una
imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.
-Sí, me
quedaré -contestó ella.
-Nos
quedaremos -añadió él.
-Sí, nos
quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! -agregó la mujer.
Recogieron
sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda,
que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno
frente al otro, tocándose las rodillas, meciendo sus miradas, le cogió la mujer
a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia
misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del
Amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste
convencional para engañar el tedio de la vida.
Confesáronse
uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica
turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un
deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer;
pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un
presente eterno, fuera del tiempo.
-¡Oh, que no
te hubiese conocido antes, Eleuteria! -le decía él.
-¿Y para
qué, Anastasio? -respondía ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.
-¿Y el
tiempo perdido?
-¿Perdido le
llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el
uno al otro?
-Yo había
desesperado ya de encontrarte...
-No, pues si
hubieses desesperado de ello te habrías quitado la vida.
-Es verdad.
-Y yo habría
hecho lo mismo.
-Pero ahora,
Eleuteria, de hoy en adelante...
-¡No hables
del porvenir, Anastasio, bástemonos el presente!
Los dos
callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de
aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la
seriedad trágica que les envolvía.
-No pensemos
en el porvenir -reanudó ella- ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de
otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado al Amor y basta. Y ahora
Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
-Qué
mienten, Eleuteria, que mienten; pero muy de otro modo que lo creía yo antes.
Mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...
-Tienes
razón, Anastasio; ahora siento que el Amor no se canta.
Y siguió
otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron
mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus
destinos. Y luego empezaron a temblar.
-¿Tiemblas,
Anastasio?
-¿Y también
tú, Eleuteria?
-Sí,
temblamos los dos.
-¿De qué?
-De
felicidad.
-Es cosa
terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.
-Mejor,
porque eso querrá decir que es más fuerte que nosostros.
Encerráronse
en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y
parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el
fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta.
Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos, y fríos y blancos como la nieve.
El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto,
y que debían de haberse muerto del corazón.
-¿Pero los
dos? -exclamó el fondista.
-¡Los dos!
-contestó el médico.
-¡Entonces
es contagioso...! -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía
tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar
su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.
No pudieron
ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio, y
desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima
tierra. Sobre esta tierra ha crecido yerba y sobre la yerba llueve. Y es así el
cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre su tumba llora.
El fondista
de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -nadie tiene más
imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de
carácter médico legal, y es que se dijo: "¡Estas lunas de miel...! No se
debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí".
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