Alejo Carpentier
(La Habana, 1904-París, 1980)
De lo real maravilloso americano
Originalmente publicado en
Tientos y diferencias
Montevideo: Arca, 1967
Tomado de la edición Calicanto:
Buenos Aires: Calicanto Editorial, 1976, pp. 83-99
(La Habana, 1904-París, 1980)
De lo real maravilloso americano
Originalmente publicado en
Tientos y diferencias
Montevideo: Arca, 1967
Tomado de la edición Calicanto:
Buenos Aires: Calicanto Editorial, 1976, pp. 83-99
Là-bas tout n’est que luxe, calme et volupté. La ínvitación al viaje. Lo remoto. Lo distante, lo distinto. La langoureuse Asie et la brûllante Afrique de Baudelaire... Vengo de la República Popular China. He sido sensible a la nada ficticia belleza de Pekín, con sus casas negras, sus techos de tejas vitrificadas en un naranjo intenso donde retoza una fabulosa fauna doméstica de dragoncillos tutelares, de grifos encrespados, de graciosos penates zoológicos cuyos nombres ignoro; me he detenido, asombrado, ante las piedras montadas en pedestales, puestas a contemplación como objetos de arte, que se ofrecen en uno de los patios del Palacio de Verano: afirmación en hechos y presencia de una noción no figurativa del arte, ignorada por las declaraciones de principio de los artistas occidentales no figurativos, magnificación del ready-made de Marcel Duchamp, cántico de las texturas, de las proporciones fortuitas, defensa del derecho de elección qué tiene el artista, detector de realidades, sobre ciertas materias o materiales que, sin haber sido trabajados por la mano humana, surgen de su ámbito propio con una belleza original que es la belleza del universo. He admirado la sutileza arquitectónica, comedida y ligera, de Nankín; las fuertes murallas sino-medievales de Nang-Chang, orladas en blanco sobre la adusta oscuridad de las paredes de choque; me he confundido con las multitudes bulliciosas de Shanghai, gimnásticas y divertidas, viviendo en una ciudad de esquinas redondas (sic) que, por lo mismo, ignora la angularidad occidental de las esquinas. He visto, desde los malecones de la ciudad, durante horas, el paso de los sampanes de velamen cuadrado, y volando luego sobre el país, a muy baja altitud, he podido entender el papel enorme que las nieblas y neblinas, las brumas y nubes detenidas, desempeñan en la prodigiosa imaginería paisajista de los pintores chinos. También, contemplando los arrozales, viendo el trabajo de labradores vestidos de juncos trenzados, he entendido las funciones desempeñadas por el verde tierno, el rosado, el amarillo, los difuminos, en el arte chino. Y, sin embargo, a pesar de haber pasado horas frente a los puestos esquineros de agua caliente servida en vaso, de los mostradores de peces colorados y dedibujados a la vez por el movimiento encubridor de sus aletas levemente abanicadas; después de escuchar los cuentos de narradores de cuentos que no entiendo; después de haberme admirado ante la obra maestra, en belleza y proporciones, de una prodigiosa esfera armilar que, montada sobre cuatro dragones, combina portentosamente la armoniosa geometría de los astros con el encrespamiento heráldico de los monstruos telúricos, en el Museo de Pekín; después de visitar los viejos observatorios, erizados de aparatos singulares, pasmosos por una operación de mensuración sideral cuya trascendencia escapa a nuestras nociones keplerianas; después de haberme cobijado a la sombra fría de las grandes puertas, de la casi femenina Torre-Pagoda de Shanghai, enorme y tierna mazorca de ventanas y aleros punzantes, de haberme maravillado ante la relojera eficiencia de los teatros títeres, regreso hacia el poniente con una cierta melancolía. He visto cosas profundamente interesantes. Pero no estoy seguro de haberlas entendido. Para entenderlas realmente —y no con la aquiescencia del papanatas, del turista que en suma he sido— hubiese sido necesario conocer el idioma, tener nociones claras acerca de una de las culturas más antiguas del mundo: conocer las palabras claras del dragón y de la máscara. Me he divertido mucho, ciertamente, con las increíbles acrobacias de los autores de un teatro que, para el consumo de occidente, se califica de ópera, cuando no es sino la realización cimera de lo que ha querido conseguirse en el espectáculo total —obsesión generalmente insatisfecha de nuestros autores dramáticos, directores y escenógrafos—. Pero las acrobacias de quienes interpretaban óperas que jamás pensaron en ser óperas, sólo eran el complemento de una materia verbal que me es inaccesible de por vida. Dicen que Judith Gautier dominaba la lectura del idioma chino a la edad de veinte años. (No creo que “hablara el chino”, porque el chino no se habla, ya que el pequinés, por ejemplo, no es entendido a cien kilómetros de Pekín, ni tiene que ver con el pintoresco cantonés o el dialecto semimeridional de Shanghai, aunque la escritura sea la misma para todos los idiomas en presencia, elemento de inteligibilidad general). Pero, en cuanto a mí, sé que no me bastarían los años que me quedan de existencia para llegar a un entendimiento verdadero, cabal, de la cultura y de la civilización de China. Me falta, para ello, un entendimiento de los textos. De los textos que se inscriben en las estelas que sobre sus carapachos de piedra yerguen las enormes tortugas —símbolos de la longevidad, me dijeron— que pueblan, andando sin andar, tan antiguas que se les ignora la fecha de nacimiento, señoreando acequias y labrantíos, los aledaños de la gran ciudad de Pekín.
2
Vengo del Islam. Me he emocionado gratamente ante paisajes tan sosegados, tan deslindados por la mano del sembrador y la mano de las podadoras, tan ajeno a todo elemento vegetal superfluo —con la presencia de sus rosales y granados con algún surtidor por fondo— que pude evocar, ante ellos, la gracia de algunas de las mejores miniaturas persas, aunque, a la verdad, hallándome bastante lejos del Irán y sin saber, a ciencia cierta, si las miniaturas evocadas tenían mucho que ver con eso. Anduve por calles silenciosas, perdiéndome en laberintos de casas sin ventanas, escoltado por el fabuloso olor a grasa de carnero que es característico del Asia Central. Me admiré ante la diversidad de manifestaciones de un arte que sabe renovarse y jugar con las materias, con las texturas, venciendo el temible escollo de la prohibición —aún muy observada— de figurar la figura humana. Pensé que en eso de amar las texturas, los serenos equilibrios geométricos o los enrevesamientos sutiles, los artistas mahometanos daban muestras de una imaginación en la inventiva abstracta que sólo es comparable a la que puede contemplarse, yendo a México, en el pegueño y maravilloso patio del Templo de Mitla. (Para ellos el arte verdadero sigue siendo rigurosamente no figurativo, mantenido a una altanera distancia de donde se polemiza en torno a realismos harto manoseados...). Fin sensible a la esbeltez de los alminares, a la policromía de los mosaicos, a la potente sonoridad de las guzlas, al sabor milenario, precoránico, de los panes sin levadura, desprendidos por peso propio, al alcanzar su punto, del horno del tahonera. Volé sobre el mar de Aral, tan raro, tan extraño, en formas, colores y contornos, como el lago Baikal., aquel que me admira por sus complementos montañosos, sus rarezas zoológicas; por lo mucho que tal lugar remoto tiene común, en la extensión, la desmesura, la repetición —inacabable taigá, trasunto de nuestra selva; inacabable Ienissei, acrecido a cinco leguas de ancho (cito a Vsévolod Ivanov) por lluvias semejantes a las que acrecen algún Orinoco en las mismas cinco o seis leguas de sus desbordamientos... Pero, sin embargo, al regresar, me invadió la gran melancolía de quien quiso entender y entendió a medias. Para entender el Islam apenas entrevisto, me hubiese sido preciso conocer algún idioma allí hablado, tener noticias de algún antecedente literario (algo más consistente, desde luego, que el de los Rubayatas leídos en español, o de las andanzas de Aladino o de Simbad, o de las músicas de Thamar de Balakirev, o de Sheherezada o Antar de Rimski-Kórsakov...), de la filosofía, si es que la hubiese en verdadera función filosófica, de la gran literatura Gnómick de aquel vasto inundo donde ciertos principios atávicos siguen pesando sobre las mentes, aunque distintas contingencias políticas hayan quedado atrás. Pero quien quiso entender, entendió a medias, porque desconocía el idioma o los idiomas que allí se hablaban. Se enfrentaba, en las librerías, con tomos herméticos cuyos títulos se dibujaban en signos arcanos. Conocer esos signos hubiese sido mi deseo. Me sentía humillado ante una ignorancia que también era la del sánscrito o la del hebreo clásico —lenguas que, por lo demás, no se enseñaban en las universidades latinoamericanas de mi adolescencia, allí donde el mismo griego, el latín, eran mirados con desconfianza como cosas que un pragmatismo de nuevo cuño situaba entre los ociosos devaneos del intelecto. Tenía conciencia, sin embargo (habría de comprobarlo desde mi llegada a Bucarest) que para entender lenguas romances sólo necesita el latinoamericano una convivencia de pocas semanas. Así, frente a los signos ininteligibles que se me pintaban, cada mañana, en los titulares de periódicos locales, sentía como un descorazonamiento siempre renovado, pensando que no me bastarían los tiempos que me quedan de vida (¿qué representan veinte años de estudio para saber de algo?), para llegar a tener una visión de conjunto, fundamentada y universal, de lo que es la cultura islámica, en sus distintos fraccionamientos, modalidades, dispersiones geográficas, diferencias dialectales, etcétera. Me sentía minimizado por la grandeza cierta de lo que se me había revelado pero esa grandeza no me entregaba sus medidas exactas, sus voliciones auténticas. No me daba los medios de expresar a los míos, al regresar de tan dilatadas andanzas, lo que había de universal en sus raíces, presencia y transformaciones actuales. Pasa ello hubiese tenido que poseer ciertos conocimientos indispensables, ciertas claves, que, en mi caso, y en el caso de muchos otros, hubiesen requerido una especialización, una disciplina, de casi una vida entera.
3
Cuando, al regreso del largo viaje, me hallé en la Unión Soviética, la sensación de incapacidad de entendimiento se me alivió en grado sumo, a pesar de desconocer el idioma. La arquitectura magnífica, a la vez barroca, italiana, rusa, de Leningrado, me era grata antes de verla. Conocía esas columnas, conocía esos astrágalos, conocía esos arcos monumentales, abiertos en bloques de edificios, evocadores de Vitruvio y de Viñola, y acaso también del Piranesi, Rastrelli, el arquitecto italiano, había estado por ahí después de mucho pasearse por Roma. Las columnas rostrales que se alzaban junto al Nevá eran de mi propiedad, El Palacio de Invierno, hondamente azul y espumosamente blanco, con su neptuniano, acuático barroquismo, me hablaba por voces conocidas. Allá, más allá del agua, la Fortaleza de Pedro y Pablo se me perfilaba con domesticada silueta. Y esto no era todo: la Gran Catalina había sido amiga y protectora de Díderot. Potemkin había sido amigo de Miranda, el venezolano precursor de las independencias de América. Cimarosa vivió y compuso en Rusia. La Universidad de Moscú, además, lleva el nombre de Lomonósov, autor de una “Oda a la gran Aurora Boreal” que es una de las mejores realizaciones de cierta poesía del siglo xviii, cientificista, enciclopédico, que la vincula —más por el espíritu que por el estilo, desde luego— con Fontenelle y con Voltaire. Pushkin me hacía pensar en el “Boris” cuya deficiente versión francesa modifiqué, en lo eufónico musical, hace unos treinta años, a ruegos de un cantante que habría de interpretar el papel en el Teatro Colón de Buenos Aires. Turgueniev fue amigo de Flaubert (“el hombre más tonto que he conocido”, decía, admirativamente). Dostoievski me fue revelado por un ensayo de André Gide. Leí a Tolstoi, por vez primera, en una edición que de sus relatos hizo, hacia el año 1920, la Secretaría de Educación de México. Bien o mal traducido, los Cuadernos Filosóficos de Lenín me hablan de Heráclito, de Pitágoras, de Leucipo, y hasta del “idealista con quien uno se entiende mejor que con el materialista estúpido”. Una función del Bolshoi (con estatua ecuestre de Pedro el Grande, en el decorado) me sugiere la oportunidad de visitar las salas altas, terminales, del Museo del Ermitage. Allí me encuentro con Ida Rubinstein en un retrato raro, a la vez afectuoso y cruel, de Serov, también como Sergio de Diaghilev y también con Anna Pávlova que, hacia el año 1915 y regresando después de cada año a La Habana, reveló al cubano las técnicas trascendentales de la danza clásica. Más allá, de modo inesperado, me sale al paso una vasta exposición retrospectiva de Roerich, el escenógrafo y libretista de “La consagración de la primavera” de Stravinsky, cuya partitura puso en entredicho todos los principios composicionales de la música occidental... En Leningrado, en Moscú, volvía a encontrar, en la arquitectura, en la literaria, en el teatro, un universo perfectamente inteligible, inteligible por mis propias deficiencias en cuanto a los medios técnicos, mecánicos, de entender lo situado más allá de ciertas fronteras culturales. (Como difícil me fue en Pekín, un día, entender los razonamientos de un lama tibetano que pretendía identificar el tantrismo con el marxismo, o aquel inteligentísimo hombre del Africa que, en París, hace poco, me hablaba de ritos mágicos, tribales, en términos de materialismo histórico). Cada vez más se afirmaba la convicción de que la vida de un hombre basta apenas para conocer, entender, explicarse, la fracción del globo que le ha tocado en suerte habitar —aunque esta convicción no le exima de una inmensa curiosidad por ver lo que ocurre más allá de la línea de sus horizontes. Pero la curiosidad no es premiada, en muchos casos, con un cabal entendimiento.
4
No hay ciudad de Europa, creo yo, donde el drama de la reforma y de la contrarreforma se haya inscrito en vestigios más duraderos y elocuente que en Praga. Por un lado se alzan la dura y recia iglesia de Tyn, erizada de agujas, la capilla de Belén, con sus techumbres empinadas, vestidas de austeras pizarras medioevales, donde hubo de resonar un día la palabra vertical y tremebunda del maestro Juan Huss; por otro se abre el encrespado, envolvente, casi voluptuoso barroquismo de la iglesia de San Salvador del colegio Clementino, al cabo del puente Carlos, frente a las ojivas retadoras de la otra orilla, como un suntuoso escenario jesuítico —más tiene de teatro que de iglesia— poblado de santos y apóstoles, mártires y doctores, confundidos en una coreográfica concertación de estolas y de mitras —bronce sobre blanco, sombras sobre oro— pregonando la victoria momentánea del latín de Roma sobre el idioma popular, nacional, praguense, más que nada, de los salmos y cantos taboritas... Arriba, en la ciudadela, las ventanas de la Defenestración famosa; abajo, en la Mala Straná, el Palacio de Wallenstein, en cuya sala de audiencia dejó el último gran condottiero, esculpida en el cielo raso, toda la estrepitosa sinfonía de la Guerra de los Treinta Años, con una profusa figuración de cornetas, tambores y sacabuches, revueltos con los arneses, penachos y estandartes de las alegorías bélicas. Ahí puedo entender mejor a Schiller y el ánimo que lo llevó, en la primera parte de su trilogía famosa, a la hazaña insólita de escribir un drama sin protagonista, donde los personajes se llaman: “unos croatas”, “unos ulanes”, “un corneta”, “un recluta”, “un capuchino”, “un furriel”... Pero eso no es todo: si la reforma y la contrarreforma están presentes en las piedras de Praga, también nos hablan sus edificios y lugares de un pasado siempre suspendido entre los extremos polos de lo real y de lo irreal, de lo fantástico y lo comprobable, de la conseja y del hecho. Sabemos que Fausto, el alquimista, hace su primera aparición —¿imaginaria?— en la Praga donde las generaciones futuras habrían de palpar los instrumentos astronómicos, exactos o casi, de Tico Brahe, antes de visitar la casa del contemplador de estrellas llamado Juan Kepler, en tanto que los buscadores de la piedra filosofal, los preparadores del mercurio hermético, conservan su calle, todavía, con retortas y hornachas, en el burgo de Carlos el Grande. Mucho se evoca la leyenda del Golem, aquel autómata que un sabio rabino hacia trabajar en su provecho, en las cercanías del cementerio judío y de las soberbias sinagogas. Y lo más extraordinario es que el antiguo cementerio judío, con sus dramáticas estelas de los mil quinientos y seiscientos, paradas lado a lado, o una detrás de otra, en desorden, como puestas en almoneda —en un final de marzo que les iluminaba las inscripciones hebraicas con pinceladas de cierzo— conviven, en terreno de igualdad, con el angosto teatro Tylovo donde, cierto día de 1787, tuvo lugar el estreno del Don Juan de Mozart, obra fáustica, auto sacramental extrañadamente planteado por el genio en un siglo de las luces que para nada creía en convidados de piedra, aunque muy cerca le bailaban obispos y doctores de bronce en el suntuoso escenario teológico de la iglesia del Clementino. No hay piedra muda en Praga para el entendedor a medias palabras. Y, para ese entendedor surge, de cada bocacalle, la silueta queda, afelpada, sin sombra como el personaje, de Chamisso, presente en todas las contingencias, en debates que de la literatura trascienden a la política, de Franz Kafka, que, en su “intento de descripción de un combate” nos dio, sin quererla, acaso por medios metafóricos, indirectos, la más estupenda sensación de una atmósfera praguense vivida en sus misterios y posibilidades. Cuando en su Diario dice (en 1911) que se encuentra conmovido por una visión de escaleras situadas a la derecha del puente Cech, recibe “por una pequeña ventana triangular” (sólo en aquella ciudad asimétrica, donde se conjugan todas las ocurrencias de una arquitectura fantástica, puede haber una ventana triangular... ) toda la grada y la vigencia barroca de las escalinatas que ascienden hacia la ilustre ventana de la Defenestración... De Kafka, dando un salto al pasado, montando en una diligencia imaginaria, sin tiempo, llegamos a Leipzig, donde nos espera el órgano tras el cual Ana Magdalena descubriera, emocionada, la presencia tremebunda —tal la de un dragón inspirado— de Juan Sebastián, y recordamos que allí se cantaron, con muy pocas voces y orquestas mínimas, unas Pasiones que nos incumben muy directamente y que, desde hace dos siglos, no cesaron de crecer, de llenarse con un mayor número de figuras, de cruzar el Atlántico para alcanzar las riberas de América, por la partitura, la ejecución o el disco, sugiriendo a Héctor Villa-Lobos, por operación de sus allegros, la posibilidad de titular bacchianas unas composiciones inspiradas en el allegro —movimiento continuo, perpetum mobile— de las batucadas cariocas o bahianas... De Leipzig nos lleva la imaginaria diligencia, con su cochero que hace sonar una trompa muy conocida por Mozart y hasta por Mõrike, al Weimar de Goethe, en cuya casa nos esperan las monstruosas réplicas de esculturas griegas ejecutadas en dimensiones heroicas, dignas de alzarse en el ámbito de un templo, pero que el autor de Fausto colocó en habitaciones tan pequeñas que, en ellas, un tablero de ajedrez obligaría a los visitantes a soslayarse. Esas enormes divinidades griegas metidas de cabeza —porque de cabeza, están presentes en realidad— en las exiguas estancias de la casa de Weimar me recuerdan ciertas retóricas epónimas, muy usadas en América Latina, que son las de vestíbulos ministeriales presididos por estatuas de héroes que los hincha, amplía, eleva, “encumbra, a dos o tres tallas mayores que las que correspondieron a su cabal estatura humana, llegándose al absurdo de una República que se yergue en el capitolio de La Habana —con pechos de bronce que pesan toneladas— en una dimensión tan estúpidamente ciclópea que, a su lado, la pobre gigante de Kafka pasaría poco menos que inadvertida.
5
Vuelve el latinoamericano a lo suyo y empieza a entender muchas cosas. Descubre que, si el Quijote le pertenece de hecho y derecho, a través del Discurso a los cabreros aprendió palabras, en recuento de edades, que le vienen de Los trabajos y los días. Abre la gran crónica de Bernal Díaz del Castillo y se encuentra con el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito —libro de caballeriza donde los hacedores de maleficios fueron teules visibles y palpables, auténticos los animales desconocidos, contempladas las ciudades ignotas, vistos los dragones en sus ríos y las montañas insólitas en sus nieves y humos. Bernal Díaz, sin sospecharlo, había superado las hazañas de Amadís de Gaula, Belianis de Grecia y Florismarte de Hircania. Había descubierto un mundo de monarcas coronados de plumas de aves verdes, de vegetaciones que se remontaban a los orígenes de la tierra, de manjares jamás probados, de bebidas sacadas del cacto y de la palma, sin darse cuenta aún que, en ese mundo, los acontecimientos que ocupan al hombre suelen cobrar un estilo propio en cuanto a la trayectoria de un mismo acontecer. Arrastra el latinoamericano una herencia de treinta siglos, pero, a pesar de una contemplación de hechos absurdos, a pesar de muchos pecados cometidos, debe reconocerse que su estilo se va afirmando a través de su historia, aunque a veces ese estilo puede engendrar verdaderos monstruos. Pero las compensaciones están presentes: puede un Melgarejo, tirano de Bolivia, hacer beber cubos de cerveza a su caballo Holofernes; del Mediterráneo caribe, en la misma época, surge un José Martí capaz de escribir uno de los mejores ensayos que, acerca de los pintores impresionistas franceses, hayan aparecido en cualquier idioma. Una América Central, poblada de analfabetos, produce un poeta —Rubén Darío— que transforma toda la poesía de expresión castellana. Hay también ahí quien, hace un siglo y medio, explicó los postulados filosóficos de la alienación a esclavos que llevaban tres semanas de manumisos. Hay ahí (no puede olvidarse a Simón Rodríguez) quien creó sistemas de educación inspirados en el Emilio, donde sólo se esperaba que los alumnos aprendieran a leer para ascender socialmente por virtud del entendimiento de los libros —que era como decir: de los códigos. Hay quien quiso desarrollar estrategias de guerra napoleónica con lanceros montados, sin monturas ni estribos, en el loma de su jameigos. Hay la prometida soledad de Bolívar en Santa Marta, las batallas libradas al arma blanca durante nueve horas en el paisaje lunar de los Andes, las torre de Tikal, los frescos rescatados a la selva de Bonanpak, el vigente enigma de Tihuanacu, la majestad del acrópolis de Monte Albán, la belleza abstracta —absolutamente abstracta— del Templo de Mitla, con sus variaciones sobre temas plásticos ajenos a todo empeño figurativo. La enumeración podría ser inacabable. Por ello diré que una primera noción de lo real maravilloso me vino a la mente calando, a fines del año 1943, tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe —las ruinas tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferrière— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo, el Cap Français de la antigua Colonia, donde una casa de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Mi encuentro con Paulina Bonaparte, ahí, tan lejos de Córcega, fue, para mí, como una revelación. Vi la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad de traer ciertas verdades europeas a las latitudes, que son nuestras actuando a contrapelo de quienes, viajando contra la trayectoria del sol, quisieron llevar verdades nuestras a donde, hace todavía treinta años, no había capacidad de entedimiento ni de medida para verlas en su justa dimensión. (Paulina Bonaparte fue, para mí, lazarillo y guía, tiento primero —a partir de la Venus de Canova— de los ensayos de indagación de los personajes que, como Bilaud-Varenne, Collot d’Herbois, Víctor Huges, habrían de animar mi “Siglo de las Luces”, visto en función de luces americanas.) Después de sentir el nada mentido sortilegio[1] de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vívida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de las viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la mesa redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria —¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquímia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.
Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso o todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocando por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”, o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada creación de formas de nuestra naturaleza —con todas sus metamorfosis y simbiosis—, en cuadros monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez paz pensez à ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas” (Lautréamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado limite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas durante tantos años— nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada”, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real —término que cobra, entonces, un significado gregariamente político—, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan al sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines —nunca alcanzados—, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferrière, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones imaginarias del Piranesi. Había respirado la atmósfera creada por Henri Cristophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único do Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronel Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la busca de El Dorado, y que en días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la ciudad encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso inicíaco: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela.
Hay un momento, en el sexto canto del Maldoror, en que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a “un ejército de agentes y espías” adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es “literatura maravillosa” en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la historia. Maldoror —lo confiesa el mismo Ducasse— no pasaba de ser un “poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan en las ceremonias del Voudou.[2] (Hay por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente, al final de uno de sus cantos, de ser Le Montevidéen). Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?
Notas
[1] Paso aquí el texto de la la primera edición de mi novela El reino de este mundo (1949) que no apareció en algunas ediciones, aunque hoy lo considero, salvo en algunos detalles, tan vigente como entonces. El surrealismo ha dejado de constituir, para nosotros, por proceso de imitación muy activo hace todavía quince años, una presencia erróneamente manejada. Pero nos queda lo real maravilloso de índole muy distinta, cada vez más palpable y discernible, que empieza a proliferar en la novelística de algunos novelistas jóvenes de nuestro continente.
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