Recogí
el cambio, la vuelta, el menudo que me sobraba de una botella de agua y un
paquete de hormiguitas azucaradas “Nerds” que de seguro mandarían a volar mis triglicéridos.
Sentado en el auto, decidí mirarme la cara en el espejo retrovisor. Vi mis
cejas arqueadas, limpias, recién trabajadas por el barbero y recordé que hace casi
tres décadas atrás tenía una gaviota en mi frente, una montaña de pelos, en realidad dos, que comenzaban en la ceja izquierda
y terminaba en derecha. Si no hubiera sido porque me tomé la libertad de acicalarlas, mi inconformidad existencial
hubiera sido mayor en los años rebeldes de mi adolescencia. Para
aquel entonces no faltó la crítica de mi familia. Sobre todo,
de mi abuela católica, apostólica y romana que le aterraba cualquier atisbo de homosexualidad
en mí. Aquello era, según
ellos, una clara expresión de mariconería y eso sin duda alguna, representaba un pecado
sucio y malo, una vergüenza para la familia. Pero eran los noventa y yo no iba
a dejarme intimidar por convencionalismos sociales de masculinidad ni por convicciones
religiosas, además, las cejas acicaladas se habían vuelto una moda entre la
cultura del “underground” que comenzaba a florecer en los cassettes que yo
traficaba en el Colegio la Providencia en Monacillo.
Eran otros
tiempos, como ya dije, y el mundo era mío, o al menos yo estaba convencido de
que giraba a mi alrededor. Por lo que me sentía libre y en confianza de mi mismo.
Luego vino la depilación corporal y las aguas fueron llegando a su límite con aquella
gloriosa masificación de la metrosexualidad en los albores del siglo XXI.
Entonces, todos aquellos cuidados estéticos dejaron de ser mariconerías para
convertirse en parte de una metrosexualidad convencional y aceptada a duras
penas por los mayores. Eran otros tiempos, como ya dije, momentos libres y
felices en donde podía arriesgarme a realizar con mi cuerpo aquello que me
llamaba la atención y si me gustaba lo adoptaba como una conducta permanente. No
había miedo al qué dirán de las lenguas viperinas que con su veneno neutralizan
las ganas de ser un nuevo yo. Yo era el criticado con cuero duro, resistente al
cuchillo asesino de la esperanza y no el que critica con piel frágil, temeroso
de caer en el ridículo social.
Después de toda
esa reflexión frente al espejo, me di cuenta que había algo que me molestaba de
ese muchacho, que me dolía. Era todo aquello que había cedido en el camino de la búsqueda
de una vida “estable”. Aquella libertad innata había muerto, o más bien se había
diluido en el proceso de negociaciones con el convencionalismo social. Aquel
muchacho tenía en sus manos, específicamente en sus uñas, la libertad que yo había
perdido, pero añoraba con fervor que regresara. Así fue como bajé del carro,
tomé de la nevera de la tiendita del garage una bebida endulzada con el vodka que me
dispara la presión arterial por las nubes y le pregunté: ¿Quién te pinta las uñas
mi pana? “Yo mismo”, respondió. Pues te voy a pedir un pequeño servicio. “Te va
a costar”, me dijo. Lo miré con la determinación de quien se propone recuperar
su libertad perdida y con voz ferviente le supliqué: “İPINTAME LAS UÑAS, POR
FAVOR!”
José Israel Negrón Cruz
11 de agosto del 2021
Excelente
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