La maldición del pene, capítulo 10


       -¿Dónde estoy?
       -En Puertas del Sol

Fátima había tomado tanto licor la noche anterior que su memoria fallaba. Estaba acostumbrada a emborracharse con frecuencia, lo que no era común es que despertara en la cama de un desconocido.

       -¿Me violaste?
       -¿Para qué?
       -Tuvimos sexo anoche.
       -No, estabas demasiado ebria, tenía miedo que me vomitaras.
       -Yo nunca vomito… ¿Quién me trajo aquí?
       -Te traje con un amigo y te dejé tirada en el mueble. Pesabas más que un  muerto mal cargado.

Entonces la mente de Fátima comenzó a recordar, estaba parada en una esquina de la barra, con su amiga y dos chicos, uno de ellos era el que tenía enfrente, el otro era un completo desconocido.

       -¿A dónde se fue Julieta?
     -La chama con la que andabas, después que le llamaras puta en tres ocasiones  creo que se molestó y te dejó varada en el bar.
       -¡Yo no le dije puta!
       -Si yo estaba al lado tuyo.
       -Bueno, si le dije puta, era porque se lo merecía. ¡Algo hizo la cabrona!
       -Pues bailó con un muchacho nomás…
       -Mira, agradezco lo que haces, son pocos los hombres como tú y menos que anden metidos en un bar.
      -Es mi deber protegerte. Mi padre me enseñó que una dama nunca se debe dejar sola.

Luis Enrique Tercero era el tipo de hombre quijotesco, que no vivía a la altura del siglo veintiuno, veía a las mujeres como seres indefensos, frágiles que había que cuidar de bandidos andariegos con malas intenciones. Por eso la sacó de aquel bar.

Fátima no tenía ninguna señal de forcejeo en su cuerpo, la historia que él le contó era creíble. Aquel apartamento era muy confortable; una enorme terraza con vista al mar era el espacio más tentador de aquel paraíso. Era demasiado bueno como para ser soltero, algo no estaba bien, bueno, quizás era un homosexual oculto, aunque no parecía tener manierismo, en estos tiempos, todo es posible. Al final de cuentas, sus preferencias sexuales no debían preocuparle mucho, ambos estaban allí, solos y eso era lo que importaba por el momento. Aquel instante de tranquilidad al que no estaba acostumbrada. Recostada en un cojín, sin preocupaciones, con un hombre servicial, de buenos modales. ¡Era todo sueño!

            -¿Me puedo duchar?
            -Claro doncella, mientras te preparo el desayuno, qué te parece.
            -Gracias, de veras gracias, eres muy lindo.
            -El baño está en el segundo piso. Al lado de mi cuarto.

Fátima subió las escaleras agarrada de un fino borde de manera. Entró  al baño despreocupada, se le había olvidado que Pedro no había depositado la pensión alimenticia el día anterior, se le había olvidado su hijo Roberto, su casa, lo había olvidado todo por un momento y no le interesaba recordar.

Mientras se desnudaba en el baño, tarareaba una canción de cuando era niña: “arroz con leche, se quiere casar, con una viudita de la capital, que sepa tejeí que sepa bordar, que ponga a la niña en un pedestal” Sentía como si conociera aquel hombre de toda la vida y apenas llevaba unas cuantas horas con él. Eso sucede en raras ocasiones; aparecen personas con las que puedes compartir unos instantes y sentir que los conoces de toda la vida y otros con los que pasas buena parte de tu tiempo existencial y son como desconocidos…

Miraba el baño, como una niña exploradora, todos los detalles; el cristal de la bañera, los perfumes y jabones que el usaba, la losa. Era obvio que no allí no vivía una mujer. Todos los aditamentos eran para hombre. Escogió un jabón suavizante de piel. El chico definitivamente tenía que ser soltero y estaba bien equipado. ¿A qué se dedicará este príncipe? Porque pobre no era, todo parecía estar intacto, perfecto. Después rebuscar cada recoveco del baño, se ducha con toda la calma del mundo.

Al salir Luis Enrique la espera en la Terraza, le había preparado unos huevos revueltos con jamón, pimiento verde, cebolla y tomate. Una taza de café caliente y tostadas, acompañadas de un jugo de china natural. Sentía que estaba en el restaurante del Hotel Primavera, mirando el ir y venir de las horas. Comenzó por el café, poca leche, algo de azúcar en lo que las tostadas se enfriaban un poco. Él la miraba callado, degustado su desayuno, era coqueto pero comedido. Sonreía de manera intermitente. Cuando vio que ella se echó el primer bocado comentó:

            -¿Qué te parece?
            -Muy bueno, una delicia.
            -Me alegra que estés aquí, pasó mucho tiempo solo.
            -¿De veras? ¿A qué te dedicas?
            -No tiene importancia…

Aquella respuesta resultó sospechosa para la chica, pero decidió ignorarlo para no dañar el instante. Y continuó la conversación de forma natural. Pasaron un buen rato dando chistes de juventud, boberías de muchachos de escuela. Ninguno de los dos sabía como terminar el momento o simplemente no les interesaba…

 Horas después, casi llegando el anochecer…

            -Bueno, ha sido un placer compartir contigo.
            -El placer habéis sido mío.

 Frente a la casa de Fátima ambos intercambiaban halagos.

            -Que bueno fuiste, hombre…


Pero faltaba algo, ella no podía dejar ir este galán así como así y ya que él parecía del tipo tímido, bueno, pero medio mamalón tuvo que hacer la pregunta obligada: “¿tienes teléfono? “ Y él sonrió como si estuviera esperando la iniciativa de ella. Era para unas cosas un caballero y para otras, todo un pendejo. Entonces intercambiaron celulares. Esa noche ninguno de los dos durmió de tantas cosas que se contaban él uno al otro por medio de la magia de la tecnología…

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