La maldición del pene, capítulo 11

La casa de los Mendoza tenía dos pisos, cinco cuartos y dos baños. Estaba pintada de amarillo y marrón en el exterior, eran los colores favoritos de la abuela. Por dentro, todo era blanca, Pepe insistía en que era más fácil y económico pintarla de un solo color y el blanco demostraba limpieza, era una manía que le había inculcado su madre de pequeño y que seguía repitiendo más por costumbre que porque lo creyera en verdad. Los caribeños son así, después de la Biblia, las palabras de una madre es la fuente de conocimiento con mayor credibilidad para ellos.

La segunda planta era el reino del abuelo con su mujer: Altagracia. Era un hombre robusto, quemado por el sol, siempre estaba trabajando, tenía la idea de que el trabajo iba acompañado del dinero y de que la pobreza era consecuencia del ocio y la vangancia. Aquel jeque costero daba unos ronquidos que retumbaban en toda la casa durante las noches. Cuando él dormía, era difícil no percatarse. El otro cuarto de arriba era una pequeña oficina reservada para que él sacara las cuentas de la casa y de sus negocios. Pasaba largas horas sumando y restando, haciendo pedidos para las tiendas y regateando con los suplidores. Decía que cada centavo contaba y era un hombre sumamente austero. Vestía en camiseta y mahones, nunca se le veía presumir una corbata. Solo en las bodas y despedidas de año. El resto del tiempo siempre estaba en ropa casual. Se había acostumbrado desde muy niño a la tarea dura, su familia venía de un campo en el centro del País y conforme se dieron las oportunidades, vino a parar a la Capital y cambió el trabajo en la tierra por pulperías para turistas y locales que debes en cuando le dejaban su buena ganancia. 

            En la planta baja dormía Pedro Mendoza, el padre de Robertito y la tía "Angie", que nunca se había casado, la madre quería que fuera monja, más que por vocación, para sacarla del hogar. No le gustaba tener otra fémina en la casa. Angélica Pérez a pesar de ser una mujer muy guapa; esbelta de naturaleza, con pecas y cabellera roja, nunca se le conoció novio y su padre todavía tenía la esperanza de llevarla al altar y emparentarse con algún millonario extranjero que subsanara la locura de Pedrito que se juntó con la "puti-puerca" de Fátima y desde entonces todo había sido un martirio para él. Tener que lidiar con su yerna era peor que padecer un cáncer y de manera repetida se preguntaba en qué había fallado como padre, que había hecho mal durante sus formación, cómo su hijo pudo ser tan pendejo y hacerle un hijo a esa hembra. 
 
Entre el cuarto de Angélica y Pedro se encontraba un tercer cuarto que durante años había servido de almacén. Allí se mudaría Robertito durante algún tiempo, en lo que se resolvían los problemas, pensaba él y todos en general. Lo que no esperaba es que surgieran nuevos problemas con su llegada y que desestabilizara la acostumbrada armonía del hogar.

            Pepe no soportaba Fátima pero recibió a Roberto con alegría, tenía la esperanza de que en las tardes le ayudara en uno de los colmados que tenía cerca del hogar y así ahorrarse el salario de un empleado. La economía no andaba muy buena y a los catorce años, unas cuantas horas de trabajo a ningún muchacho le vienen mal. Era parte de lo que el llamaba el proceso de volverse hombre. El trabajo te hacia hombre, un ente útil para la humanidad. 
          
           -¡ Hola nieto, que alegría tenerte en casa!
            -Bendición abuelo!
            -Te tengo un cuartito para que lo arregles. Ven sígueme…
            Sin mucho ánimo Roberto camino tras del abuelo hasta llegar al cuarto. Aquello era una montaña de cosas. Kayak, bicicletas, patines, ropa, computadoras viejas y cuantas cosas se habían recolectado con los años y caído en desuso, terminaba en aquel cuarto.
            -Bueno: ¿Qué te parece?
            -Regado
            - Sí mijo, pero todo tiene solución, hoy mismo sacamos                   todo este reguero de cosas y te dejamos el cuarto habitable.
            -Está bien.

Roberto ayudó al abuelo a vaciar el cuarto, después Altagracia se encargó de echarle agua y desempolvarlo. No querían que una alergia atacara al muchacho por descuido. Al llegar la tarde todo estaba listo. Una cama pequeña, un televisor, la consola de videojuegos y su poca ropa almacenada en el almario. No estaba tan mal después de todo y la abuela cocinaba bien y a tiempo a diferencia de su madre que se la pasaba durmiendo. El cambio quizás sería positivo pensó…

A las seis de la tarde, Altagracia tocó delicadamente la puerta de Robertito;

-Hora de comer, cariño.
-Ya voy abuela.
-Te esperamos en la mesa hijo.
-Sí, sí ya voy.

Quince minutos después el abuelo comenzaba a impacientarse, la comida se enfriaba y Roberto no llegaba. Era una falta de respeto no estar a las seis en punto en la mesa y aquello comenzó a causar tensión. Pepe siempre se sentaba en la esquina derecha de una enorme mesa de mármol antigua, decorada con seis bellas sillas de madera. Sin mucho rodeo miró a Pedro:

     -¿Qué? ¿Acaso no piensas hacer nada? Es tu hijo, dile que la              comida está servida y esperamos por él.

La situación era un tanto vergonzosa para Pedro, no esperaba que desde el primer día Robertito comenzara a causar problema en el equilibrio familiar de los Mendoza. Se levantó molesto de la mesa y tocó la puerta de Robertito como si quisiera tumbarla. Debía demostrar que tenía carácter y tesón para manejar a su hijo, antes de que su padre interviniera en la situación:

-¿Todo bien?
-Sí, sí papá
-Bueno y qué coño esperas para salir a comer.
-Ya voy estoy terminando el nivel seis de Guerra de Pandillas.

El abuela impaciente escuchaba la conversación no podía concebir que el muchacho prefiriera un juego de video, antes que sentarse a comer con la familia. La adicción a los videojuegos es un problema social que terminará por dejarnos una generación de vagos, pensó. Entonces no aguantó, era bastante colérico el viejo, había sido criado a cantazos. Agarró un marrón y le metió con toda fuerza a la cerradura. Entró al cuarto, puso la consola de videojuegos en el suelo le metió otro marronazo. Roberto comenzó a llorar como nunca en su vida. Nadie le había hecho algo igual, aquello era un acto de barbarie.

-¿Qué te pasa viejo?

Aquello fue suficiente para que la mano pesada de Don Pepe diera con tanta fuerza en la mejilla de Robertito que quedó noqueado. Nunca había recibido un golpe así... nunca volvió a cuestionar las acciones de su abuelo. Aquella noche  todos se sentaron a comer en la mesa sin comentar el incidente. Pedro estaba avergonzado pero no tenía opción. La galleta se la había ganado. Era parte del proceso educativo de los Mendoza: las palabras de Pepe Mendoza no se cuestionan y punto.

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