Pasé veintiocho años de mi vida quejándome por lo malo que había sido mi
niñez. Crecí sin saber lo que era ir al parque o jugar pelota con mis padres.
Me crió la abuela; una señora extremadamente austera y uraña que venía
arrastrando la amargura de mi bisabuela viuda y de una juventud sin su padre.
Amargura que me transmitió durante mucho tiempo. A pesar de no ser pobres, tenía
una dieta rigurosa de papa y pollo… para tomar lo único que había era agua.
Envidiaba a mis compañeros de escuela que orgullosos, muchos de ellos tenían
una vida casi perfecta. En cambio yo, tenía que pasar mil sacrificios. Empecé a
trabajar a los doce años, para poder adquirir mis cosas y estar a la par con
mis amigos: unas tenis, un mahón costoso, una camiseta de marca. Y siempre quedé
con ese rencor de tener que formarme en soledad. Conforme fue pasando el
tiempo, mi rencor aumentaba y mis quejas se intensificaban. Era evidente mi mal
carácter y mi vacío por una niñez poco agradable. Ya era adulto y venía
arrastrando la pena de un pasado, que me hacia cada día más infeliz. No tan
solo había tenido una mala niñez, sino que
estaba echando a perder mi vida adulta. Un día, un primito mío se
enfermo y cayó grave en el hospital. Durante su hospitalización tuvo una compañera
de cuarto, se llamaba Alejandra y tenía cáncer en los pulmones. Sabía que iba a
morir. Hace poco le habían descubierto la condición y estaba esperando un
traslado para un hospital especializado en niños con cáncer en los Estados
Unidos. La niña tenía unos padres excepcionales y una familia extendida hermosa,
pero no tendría nunca la oportunidad de enamorarse, tener hijos y vivir las
cosas hermosas de la vida adulta.
Alejandra estuvo dos días
junto a mi primo, conversamos acerca de todo lo que una niña a esa edad puede
imaginar. ¡Era brillante!
Al tercer día, Alejandra
no estaba, la habían trasladado. Mi primo se recuperó pronto de su afección y
yo nunca volví a quejarme de mi infancia…
José Israel Negrón Cruz
11 de diciembre del 2015
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