¡Píntame las uñas, por favor!

     Ayer fui al garaje de gasolina que se encuentra frente a la sede abandonada del Fondo del Seguro del Estado en Río Piedras. Un joven, que estoy seguro no llegaba a los veinticinco años, me atendió. Fue inevitable que al momento de pagar la cuenta me fijara en sus uñas. Eran largas, muy largas para ser de un hombre. Porque según los estándares de masculinidad que nadie me había dicho, pero que yo tenía muy claros en mi cabeza, el hombre no debe tener las uñas así de largas y menos pintadas. Aquellas uñas, de un segundo a otro, se habían vuelto en una de esas inquietudes innecesarias con las que a veces lleno mi cabeza. “¡Eso es una patería!”, pensé desde el privilegio que me otorga el cada vez menos convencional pensamiento heterosexual. ¿Cómo se atreve a trabajar así?  En mis tiempos, hace apenas veinte años atrás, cuando yo era cajero de esta misma gasolinera, eso no estaba permitido. Me parecía algo obsceno, sucio, trasgresor, el que el tuviera aquellas uñas largas frente a mí. Porque una cosa era que Toño Rosario, un artista consagrado, lo hiciera y otra era que un muchacho cualquiera se tomara aquella libertad “badbuniesca” [1] en sus manos, o para ser más específicos, en sus uñas.

Recogí el cambio, la vuelta, el menudo que me sobraba de una botella de agua y un paquete de hormiguitas azucaradas “Nerds” que de seguro mandarían a volar mis triglicéridos. Sentado en el auto, decidí mirarme la cara en el espejo retrovisor. Vi mis cejas arqueadas, limpias, recién trabajadas por el barbero y recordé que hace casi tres décadas atrás tenía una gaviota en mi frente, una montaña de pelos, en realidad dos, que comenzaban en la ceja izquierda y terminaba en derecha. Si no hubiera sido porque me tomé la libertad de acicalarlas, mi inconformidad existencial hubiera sido mayor en los años rebeldes de mi adolescencia. Para aquel entonces no faltó la crítica de mi familia. Sobre todo, de mi abuela católica, apostólica y romana que le aterraba cualquier atisbo de homosexualidad en mí. Aquello era, según ellos, una clara expresión de mariconería  y eso sin duda alguna, representaba un pecado sucio y malo, una vergüenza para la familia. Pero eran los noventa y yo no iba a dejarme intimidar por convencionalismos sociales de masculinidad ni por convicciones religiosas, además, las cejas acicaladas se habían vuelto una moda entre la cultura del “underground” que comenzaba a florecer en los cassettes que yo traficaba en el Colegio la Providencia en Monacillo.

Eran otros tiempos, como ya dije, y el mundo era mío, o al menos yo estaba convencido de que giraba a mi alrededor. Por lo que me sentía libre y en confianza de mi mismo. Luego vino la depilación corporal y las aguas fueron llegando a su límite con aquella gloriosa masificación de la metrosexualidad en los albores del siglo XXI. Entonces, todos aquellos cuidados estéticos dejaron de ser mariconerías para convertirse en parte de una metrosexualidad convencional y aceptada a duras penas por los mayores. Eran otros tiempos, como ya dije, momentos libres y felices en donde podía arriesgarme a realizar con mi cuerpo aquello que me llamaba la atención y si me gustaba lo adoptaba como una conducta permanente. No había miedo al qué dirán de las lenguas viperinas que con su veneno neutralizan las ganas de ser un nuevo yo. Yo era el criticado con cuero duro, resistente al cuchillo asesino de la esperanza y no el que critica con piel frágil, temeroso de caer en el ridículo social.

Después de toda esa reflexión frente al espejo, me di cuenta que había algo que me molestaba de ese muchacho, que me dolía. Era todo aquello que había cedido en el camino de la búsqueda de una vida “estable”. Aquella libertad innata había muerto, o más bien se había diluido en el proceso de negociaciones con el convencionalismo social. Aquel muchacho tenía en sus manos, específicamente en sus uñas, la libertad que yo había perdido, pero añoraba con fervor que regresara. Así fue como bajé del carro, tomé de la nevera de la tiendita del garage una bebida endulzada con el vodka que me dispara la presión arterial por las nubes y le pregunté: ¿Quién te pinta las uñas mi pana? “Yo mismo”, respondió. Pues te voy a pedir un pequeño servicio. “Te va a costar”, me dijo. Lo miré con la determinación de quien se propone recuperar su libertad perdida y con voz ferviente le supliqué: “İPINTAME LAS UÑAS, POR FAVOR!”

 

José Israel Negrón Cruz

11 de agosto del 2021



[1] Que tiene origen en el cantante Bad Bunny.