La maldición del pene, capítulo 4


Después de dar vueltas sin sentido en la cama, Carlita decide pararse frente al espejo e investigar que anda mal. Comienza por mirarse la cara, en ella descubre un pequeño grano en el lado derecho de su perfilada nariz. Con unas pinzas nuevas que estaban en su gaveta decide extirparlo. Prepara un pequeño vaso con alcohol, para desinfectar las pinzas, tal y como había visto en una serie de cirujanos en el canal 3: “Sala de Operaciones” que pasaban los domingos por televisión local.

   Todo tiene que ser perfecto, cualquier error podría causar una penosa irritación en su bello rostro de adolecente inconforme. Después que termina de extirpar el grano mira su pelo negro y lacio y siente complejo por el ondulado al final de la cabellera. Esos risos eran espantosos, decide buscar el alisador de pelo y estirarlo. Ni una sola onda en el cabello. Mira sus pechos, no son tan grandes como los de la presentadora del canal seis. Piensa en utilizar un poco de papel de baño para rellenarlos. Los colocaría con delicadeza en la parte inferior sostén, no utilizaría mucho, todo el mundo sabe que los pechos no crecen de un día para otro, pero un poco de ayuda nunca está mal y total en el juego de la belleza femenina, lo importante no es como seas, sino como te veas ante los demás. Así que unos pechos bien acomodados y apretados de seguro llamarán la atención.

Ahora era el turno del trasero y lo quería más grande. Pensaba que a los chicos le gustaban las nenas con traseros enormes y aunque sus formaciones carnosas estaban todas en su sitio por tanto jugar volleyball, correr patines y bicicleta, no estaba conforme con esa parte de su cuerpo. Entonces, se mide uno y otro pantalón hasta encontrar el más adecuado. Aquel que resaltara de forma precisa las curvas naturales en esa zona de su cuerpo.  

A pesar de ser flaca por edad y naturaleza se sentía gorda. Deseaba un abdomen semi marcado como el de las modelos de Tele-Villa. Esas chicas que salían bailando todos los sábados por la mañana en televisión y que dejaban loco a los viejos verdes del pueblo. Por el momento una blusa taparía su estómago, pero eso sí, de hoy en adelante iniciaría una rutina de ejercicios abdominales que la harían lucir más apetitosa, como si de un pavo al horno o un buen pedazo de bistec se tratara. Quería verse comestible. Era la única manera de levantar el lívido en Robertito.  Que parecía perdido en el mundo de las hormonas. Decide inicial una rutina abdominal pertinente. Todos los días realizaría veinticinco abdominales para marcar las líneas de su estoómago.

Miraba una y otra vez su cara e imitaba todas las técnicas que había aprendido de su madre: levantar las cejas, apretarse el busto, estar siempre maquillada y arreglada. Pero todo era imposible con aquel muchacho que parecía hechizado con Guerra de Pandillas, aquel muchacho solo le interesaba la consola, estar horas y horas sentado frente al videojuego que parecía haberle robado el alma.

A los catorce años, tener novio, es una necesidad recalcitrante para una chica como ella, pero por el momento, su única opción era Eduardo. Que no era feo, pero en el fondo no le gustaba. Además, todas las muchachas sabían lo que Eduardo quería: ¡Sexo!  Y aunque el sexo en si mismo no era un problema, porque ya no se trataba de perder la virginidad, eso ya lo había experimentado hace un año atrás en un campamento de verano con Jorge, un chico que vino de intercambio al Caribe, desde las Islas Canarias. Era todo rubio, buen mozo, alto aunque con un pene chiquito, apropiado en aquel entonces para el primer acto sexual de una adolecente. Fue menos de lo que esperaba y en el fondo nunca tuvo mucha importancia, después que terminó el campamento hablaron una que otra vez por vídeochat y ahí quedó todo. Sin mucho ruido, sin mucho drama.

La realidad era que en aquel pueblo no se trataba de lo que hacías o habías hecho, sino de lo que la gente se enteraba. Y lo del chico de Islas Canarias pasó desapercibido. En cambio Eduardo era todo boca y de seguro de que si ella hacía o no algo con él, la gente se enteraría y ese era el problema: ¡los comentarios de los vecinos! Eran tantas las ansias de Eduardo, por contar una historia a sus amigos, que ella sería una victima fácil de las malas lenguas del duodécimo grado. Así que lo mejor era seguir insistiendo con Roberto. Cuando terminó de arreglarse agarró su celular, puso su mejor sonrisa frente al espejo y una nueva foto de perfil en su página de internet circularía por las redes. Tenía la esperanza de levantar el animo en Roberto quien casualmente vio la foto dos años después…

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