Nota: Capítulo dedicado a Juan Carlos Hazael Verdún Alfonso que anda motivado con la novela. Espero lo disfrutes hermano. Un saludo.
Finales
del verano, Carlita no dormía pensando en Roberto y él no dormía pensando en Guerra de Pandillas. La madre de Carla
se había llevado a Fátima de rumba aquella noche del sábado. La jovencita, sola en la casa no encontraba que hacer. Abrió la nevera en dos ocasiones para comer chocolate, luego encendió el televisor y no encontró programación que fuera de su agrado. Aburrida decide acercarse a la ventana frontal de su casa que daba con la casa de Roberto. Mira de un lado a otro la calle, esta se encuentra despejada. Decide hacer una travesura; se viste de negro, imitando a los ladrones que tantas veces había visto en series policiacas, aunque no pretendía robar nada. Simplemente se le había metido en la cabeza la loca idea de incursionar en la casa Roberto a ver que hacía. A la media noche todos parecía dormir, era el momento perfecto para cruzar la calle y saltar una pequeña verja que protegía el patio de la casa. Tal si fuera una
ladrona esperimentada, atraviesa la verja sin mucho tropiezo, Estaba acostumbrada a brincar en los arboles y su condición física era optima. Se adentra en el patio sigilosamente, no quiere ser descubierta, desea admirar al joven sin que este se percate de su presencia. En la parte posterior de la casa, se acerca a la ventana semiabierta y mira por el “screen” empañado por el frío del
acondicionador de aire. Allí estaba él semi-desnudo, con unos pantaloncillos que apenas tapaban sus partes. Ella lo ve jugar, de forma apasionada Guerra de Pandillas mientras hablaba con unos amigos de México por
internet.
-Manito, tenemos que terminar esto.
-Agarra al curro que está a tu
derecha.
-Dispara, dispara.
-Roberto despierta.
-Corre, corre.
No entendía el juego, tampoco lo entendía a él. Pero se conformaba con mirar su pecho y las partes que dejaba al descubierto. Su piel tersa, acostumbrada al reposo, blanca como el invierno de Vermont y suave como manos de bebé. Allí estuvo media hora
sin decir nada, deleitándose con la inocencia del joven, pasando entre lo dulce y las curiosidades propias de su edad. Satisfecha de tanto fisgar
decide regresar a su casa. Sentía cierta paz, después de mirarlo durante un rato, esa paz que pocas personas te transmiten con solo estar cerca. Había química entre aquellos dos mozuelos, el único problema era que él no se había enterado y ella no daba con la forma de entrarle al muchacho.
Mientras brinca la pequeña verja de la casa, un carro japonés se detiene: Joder, alguien me agarró! Dijo para sus
adentros.
-Tranquila,
tranquila, no diré nada.
Ella
miró con cautela y se acercó lentamente al auto. No era prudente confiar en cualquier carro en aquelas horas de la maddrugada. Poco a poco se fue acercando al carro. Era Eduardo.
-¿Qué
buscas en casa de Robertito, ah?
-Estaba
jugando con una pelota y cayó en su patio.
-Jugando con una pelota a la mitad de la noche...Mentira,
andabas robando.
-¿Cómo
creéis tal cosa?
-Bueno
pues mañana se lo cuento a tu madre y a la de Roberto y vemos si no falta nada
en el hogar.
-Eres
un desgraciado.
-A
menos queeeeeeee….
-A
menos que, qué, canta ya, no te hagas el de suplicar que muy fácilmente continúo el camino hacia mi casa.
-Bueno, solo quiero que que te montes y demos un paseo, en el fondo no quiero parecer grosero. Ni es mi intención chantajearte.
-Y
pa’ donde me quieres llevar.
-Pa’
la playa.
-Es
que mami…
-Tu
madre no está y todos saben que llega de madrugada, anda móntate, chiquita, no te pasará nada.
Eduardo
no era feo, ni malo, simplemente tenía un problema y era que todo lo decía.
-Bueno
chico, hagamos un trato.
-¿Cuál?
-Que
no le hables a nadie de esto por favor…
-Seré
una tumba.
-
Y que me enseñes a jugar Guerra de
Pandillas.
-¿Para
qué?
-No
preguntéis y dígame si tenemos acuerdo.
-Bueno,
tenemos acuerdo.
El
problema de estar íntimamente con un chico de forma casual no es si la pasas
bien o mal, es que cuente las cosas, porque el mal rato se olvidas pero el
chisme se queda. Y para una jovencita como Carla pesaban más las malas lenguas
y el “cuchicheo” que lo bien o lo mal que le pudiera ir con Eduardo. Pero al final de cuentas,
decidió arriesgarse.
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